La Atalaya
Ginley Durán Castellón
Stricto sensu, llámase atalaya a la torre de vigiar que, en fortificaciones militares y defensivas, permite otear el horizonte. En su mudo prevalecer sobre el paisaje hay una quietud de siglos, como la de los bienes patrimoniales; un silencio, como el de las músicas, que hacen reconocible, legible y recordable la imagen. Ese es el afán de esta columna que propone un acercamiento crítico al patrimonio musical y sonoro en la región central de Cuba que, alejada de atisbos instrumentales y cosificadores de sitios de luz, lo asume como espacio de interacción y exégesis social.
No se pierde de vista aquí la doble existencia (ideal y material) de todo hecho cultural al entender las dimensiones física y simbólica de la espacialidad; al comprender la geografía patrimonial en un encuentro de teorías, prácticas y sensibilidades que, articuladas, mantengan vigilancia estricta hacia la salvaguardia y puesta en valor de nuestro patrimonio musical y sonoro.
Paisaje sonoro. Campanas, negros y negreros en el Valle de Los Ingenios
La tesis del patrimonio como recurso cultural defendida por García Canclini[1] favoreció el cambio de su conservación-salvaguardia hacia su gestión y puesta en valor. Sin embargo, el patrimonio aún se concibe más como opción de desarrollo económico de las comunidades portadoras basado en el turismo, que espacio de interpretación activa de la memoria colectiva anclada a sus autóctonos paisajes patrimoniales.
Frente a la polémica de la fragmentación entre bienes materiales/tangibles e inmateriales/intangibles, se afirma que «las tipologías del patrimonio cultural inmaterial no son en absoluto inmateriales, sino formas particulares y complejas de la materia humana y sociocultural»,[2] perspectiva que se articula en la categoría paisaje natural al referir la acción transformadora del hombre sobre la naturaleza. Sin embargo, las declaraciones al respecto siguen ilustrando la belleza idílica de entornos naturales[3] como el Valle de Viñales y el Valle de Los Ingenios, en Cuba.
Adscriptos a los criterios de autenticidad y honestidad cultural de una interpretación del patrimonio históricamente informada, apostamos a la puesta en valor de estos paisajes contextualizada tanto en lo físico como en lo simbólico. La dimensión sensorial del paisaje visual (contemplable) comprende, por ejemplo, el universo de manifestaciones olfativas, degustables y sonoras que, como recurso evocativo, posibilitan también la vivencia patrimonial. Son recursos interpretativos por medio de los cuales el acto de patrimonialización traslada la condición de patrimonio a los portadores, produciendo sujetos patrimonializados, y al entorno de los bienes, generando paisajes patrimoniales que reafirman, resemantizan, niegan o tergiversan el discurso patrimonial.
El paisaje patrimonial no es, entonces, el recodo idílico de la belleza, sino sitios de luz y sombra. Espacios de lo sublime, lo «culto», lo excepcional legitimado como lo que debe conservarse (lo dominante); y también los no lugares[4] que habitualmente se excluyen de la historia oficial, donde están los vencidos y marginados (los dominados). Parte esencial (aún en sombras) del paisaje patrimonial es el paisaje sonoro.
Un ejemplo ilustrativo lo hallamos en la descripción que Moreno Fraginals hace en El Ingenio[5] sobre la importancia del sonar de las campanas para marcar el ritmo de las tareas interminables: las 9 campanadas del Ave María, al amanecer, para el inicio de las labores de campo; las 9 campanadas de la hora de la víspera que marcaban el regreso a almorzar; un breve repiqueteo indicaba el reinicio de las labores, en la tarde; hasta que en el crepúsculo vespertino se escuchaban las campanas de la oración. Asimismo, una sola campana en la noche era señal de silencio y recogimiento; dos, llamaban al boyero; tres, al mayoral; y toques a rebato indicaban sublevación o incendio en los cañaverales.
Hoy el Valle de Los Ingenios, paisaje cultural de la Humanidad, sigue asombrando por su belleza a los visitantes, mayoritariamente extranjeros. En la verde quietud de sus ondulaciones la naturaleza cubana se explaya y las viejas casas haciendas restauradas, a manera de oasis, son testimonios aislados de un pasado económico que sustentó un sistema de asentamientos humanos del sur de la región central de Cuba. Algunos sitios, como Manaca Iznaga, son escoltados por un mar de manteles y caminos de mesas, obras de finísimo detalle, en las cuales la randa, la baraúnda y el punto trinitario cuentan calladas historias que, al decir de las propias tejedoras (y «tejedores»), remedan las difíciles calles empedradas de la ciudad. Al cielo se elevan, dispersas, donde otrora bullía la vida, tres torres (atalayas mudas) algo desvencijadas, que observan pasar el tiempo. Mientras, alguna campana de badajo inmóvil yace, desmontada, a su siniestra.
Cuba es un país de contrastes donde la estética de lo «marginal» se ha abierto como marca artística. No le es extraño al turista apresurado el contraste rudo del idílico verde salpicado del amarillo trinidad de las haciendas, y el roído parapeto de las torres o el humilde estar de las comunidades rurales del valle. Sin embargo, poco hay en todo ello del paisaje patrimonial del valle, sus plantaciones de caña de azúcar y guardarrayas. Casi nada que testimonie, junto al discurso blanco de las haciendas, el no lugar que ocupa el componente negro, contado siempre como añadidura, naturalizado e internalizado en la práctica cotidiana y amancebada de nuestra cultura mestiza.
El Valle es sitio de haciendas y caminos; de trapiches y trenes jamaiquinos para la obtención del dulce oro cubano. También es espacio del negro y su dolor. El paisaje cultural no está completo si la belleza de este sitio antropológico no se comprende como bien de memoria triste desde el cual revisitar el oprobio de la esclavitud. El magnífico hacer y contar de los guías en las haciendas trinitarias de San Isidro de los Destiladeros, o de Guáimaro,[6] por ejemplo, es un grito frente a la quietud callada de las campanas y el ciego vigilar de las torres sin voz.
La puesta en valor de este rico acervo patrimonial cubano requiere repensar la contribución a la imagen histórica de su patrimonio sonoro. Hay que devolver la voz a las campanas.[7] ¿Cómo sería escuchar el rítmico y metálico llamado al trabajo cortando el murmullo de las cañas, advirtiéndonos que hay sitios del horror civilizatorio humano que no se pueden olvidar?
El patrimonio sonoro es, quizás, de los bienes más difíciles de conservar. Pero, en tanto seña de identidad de la vida cotidiana es, además, un fuerte recurso evocativo que posibilita hacer comprensible y sugestivo el discurso patrimonial; legible y emotiva, su cualidad educativa-comunicativa.
[1] Néstor García Canclini (1999). «Los usos sociales del Patrimonio Cultural». En: Aguilar, E. (ed.) Cuadernos Patrimonio Etnológico. Nuevas perspectivas de estudio. Andalucía: Consejería de Cultura. Junta de Andalucía.
[2] Jesús Guanche (2003). «¿El patrimonio de la cultura popular tradicional es realmente inmaterial o intangible?», El Catoblepas. Revista crítica del presente, 19: 10 [Consultada 15 mayo 2017]. https://www.nodulo.org/ec/2003/n019p10.htm
[3] Fuera quedan los espacios urbanos, pues en la identificación de paisajes culturales prima la visión de lo natural y lo bello. Contrario a esta práctica destacan visiones holísticas que entienden el entorno como construcción social dinámica y permanente: «es natural, por cuanto está formado por todos los componentes naturales; es antropo-natural, por cuanto implica la modificación de los objetos naturales por objetos artificiales, técnicos o humanizados; pero también es social y cultural, porque es el asiento de los grupos sociales y es el resultado de la manera en que los seres humanos lo perciben, lo valoran, lo usan, lo cambian para adaptarse a ellos [y] para que puedan cumplir determinadas funciones sociales» (JM Mateo Rodríguez. «La concepción sobre los paisajes vista desde la Geografía». La Habana: Facultad de Geografía, 2005).
[4] Véase Marc Augé (2020). Los «no lugares», espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barcelona: Editorial Gedisa.
[5] Manuel Moreno Fraginals (1978). El Ingenio. Complejo económico social cubano del azúcar. Tomo II. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales.
[6] Visita de cortesía ofrecida al autor por Bárbaro Carpio Martínez y su esposa en las haciendas de San Isidro de Los Destiladeros y de Guáimaro (Valle de Los Ingenios, Trinidad, octubre de 2022).
[7] El mismo silencio hace nido en las torres y bateyes de los centrales azucareros que en los últimos años se han desactivado. Pareciera que solo alude a un problema económico. Sin embargo, algo más que empleo falta en estos lugares. Un exilio de sonidos hay en la memoria sonora de estas comunidades con la huida de la locomotora, los camiones, el pito del central y las campanas.