¿Quo vadis, musicóloga?
Dra. Miriam Escudero
I
—¿A dónde vas? —me preguntó amablemente luego de sentarme en el auto, donde ya iban dos estudiantes de medicina con su uniforme.
—Al ISA —le respondí.
—Muy bien, ¿qué estudia?
—Musicología.
—¡Mmm!
Eran los años 90, pleno Período Especial, y me había especializado en coger «botella» para llegar hasta el Instituto Superior de Arte (ISA). El trayecto era muy largo, desde el conservatorio del Cerro, donde entonces trabajaba, o desde Lawton, donde vivía, hasta llegar al entronque de la calle 10 y Quinta Avenida. A partir de ahí todo era más fácil. Día a día, botella tras botella…
Sentada a su lado, esperé que narrara alguna historia. Pero manejó todo el tiempo en silencio, muy serio, ensimismado en sus pensamientos. Tampoco los estudiantes de medicina dijeron nada. Solo al final del viaje el saludo pertinente: «Muchas gracias, hasta luego». Años después me diría: «A las mujeres, si les hablas, te reclaman, y si no les hablas, también».
Al llegar esa noche a mi casa, lo primero que hice fue contarle a mi tía, su admiradora más ferviente: «¿A qué no adivinas con quién cogí botella hoy?». Ella nunca se perdía ni uno solo de sus Andar La Habana.
II
Estaba por terminar el ISA y planeaba hacer un concierto con obras de Cayetano Pagueras, el compositor del siglo xviii al que había dedicado parte de mi tesina. Quería que fuera en la Iglesia de la Merced, donde tuve la suerte de hallar las partituras inéditas de aquel catalán radicado en La Habana intramural. Deseaba que esa música de idos tiempos se escuchara, aunque fuera interpretada por el humilde coro de mi iglesia bautista. Se lo comenté a mi sabia tutora Victoria Eli, y esta, sin decirme nada, se lo dijo a Teresa Paz, quien ya había fundado, junto a Aland López, el Conjunto de Música Antigua Ars Longa radicado en la Oficina del Historiador de la Ciudad. Teresita vino a verme al ISA y comenzamos a preparar el estreno de aquel repertorio sacro.
Sucedió que no teníamos programa de mano y quedamos en que hablara con Gertraud Ojeda, la promotora musical de la Oficina. Me intimidó un poco su ecuanimidad germana, pero en lugar de una negativa dijo algo que me inspiró una enorme confianza: «Debo consultarlo con Eusebio Leal Spengler».
Aquel lunes, entramos juntas —Teresita y yo— en su sede histórica del Museo de la Ciudad, antiguo Palacio de los Capitanes Generales. Enseguida, Leal me preguntó: «¿Qué ha descubierto usted?, ¡cuénteme!».
Traté de resumir todo, y lo hice de manera tropezosa. Le impresionó sobremanera que se tratase de las famosas partituras de Pagueras que Alejo Carpentier había dado por perdidas. Se trataba del segundo músico más antiguo de Cuba, el contemporáneo de Esteban Salas, en la capilla de música de la Parroquial Mayor y luego Catedral de La Habana.
—Diana —interrumpió—, llama a Alfredo [Guevara], a los periódicos, a Gertraud…—se volvió hacia Teresita y le dijo: —Ars Longa debe actuar aquí, en su casa.
Y fue el concierto, el 21 de junio de 1997, en la Basílica Menor del Convento de San Francisco de Asís, convertido ya en Museo de Arte Religioso. Y sonaron las campanas que marcaron el tiempo, cambiando mi vida para siempre.
III
A partir de entonces, la música históricamente informada acompañó la reedificación de salas y teatros; se organizaron festivales, giras, simposios y conciertos; se publicaron libros, discos y artículos, y apareció El Sincopado Habanero como una extensión de la revista Opus Habana, en cuyas páginas publiqué con Calcines mis primeros textos sobre patrimonio musical.
Se compraron pianos, se fundaron orquestas; se restauró un órgano de tubos e instrumentos en un taller de luthiería. Junto a Ars Longa, también la Camerata Romeu y el Lyceum Mozartiano velaron porque la música acompañara la restauración de La Habana. Fundamos, con Le-Clere y Fallarero, el Gabinete de Patrimonio Musical Esteban Salas, y desde el Colegio San Gerónimo, con la guía de nuestra amiga, la Dra. Virgili, comenzaron los posgrados que luego conformaron la primera Maestría en Patrimonio Histórico-Documental de la Música.
IV
Acaban de sonar las campanas, pero no son de júbilo, sino de un repique doloroso. Durante días, cada vez que cierro los ojos, escucho la plegaria In memoria æterna, con música de Esteban Salas. Y sobreviene el recuerdo: él maneja en silencio, mirando al infinito, como si fuera a un encuentro muy importante. Nunca recordó aquella travesía a su lado hasta el ISA.
Saco el brazo, vuelve a detenerse, y me pregunta:
—¿A dónde vas, musicóloga?