Edición Nro. 0 Año 2020,  Nota Aguda

Las parrandas remedianas. Crónica social en el discurso de la identidad

Juan Carlos Hernández Rodríguez

Erick González Bello

 

Una fiesta es un exceso permitido y hasta ordenado,
una violación solemne de una prohibición.

Sigmund Freud

 

Lo más sorprendente en la historia de San Juan de los Remedios es su tradicionalidad y arraigo a la pequeña Patria1, marcada por una defensa de la unicidad dentro de la cultura cubana, que alcanza una insospechada coloratura identitaria.

La búsqueda de la identidad cultural es ya —de por sí— un acto de (re)afirmación de la (auto)conciencia, de recuperación del protagonismo de los pueblos y de comprensión de la diferencia y (re)conocimiento de los otros.

La cuestión capital de la identidad está signada por la recepción del pasado, la apropiación crítica de la modernidad, la resistencia, la imaginación y la creación colectiva, inmersas en un mundo multipolar atravesado por el conflicto social y la diversidad cultural. A él se ajustan a las intensidades de la resiliencia en los diferentes grupos humanos, pues la tradición no se adopta pasivamente, sino que es heredada en un complejo maridaje con la complicidad activa del receptor de la misma, acentuando, de este modo, la participación activa del sujeto.

En tal sentido, las salidas de muchachos y jovenzuelos en las madrugadas navideñas de las primeras décadas del siglo xix devinieron acontecimientos disruptivos: irrumpieron en la vida local trastocando la dinámica de una comunidad-sociedad que, desde entonces, comenzó a preestablecer códigos de lectura desde el punto de vista cosmovisivo. Por tanto, hablamos de un conocimiento registrado en la conciencia social y culturalmente asumido por la sociedad en cuanto heredera de culturas que un día poblaron estas tierras.  

El presente artículo pretende alterar la lectura de una expresión patrimonial como las parrandas; pues, más allá de sumarse a la proliferación de estudios realizados en torno a ella, propone una nueva perspectiva de la fiesta.

La(s) controvertida(s) Parranda(s) de Remedios —controvertido es, también, su nombre— es una fiesta que, aún en su longevidad, se resiste a envejecer. De tal modo, se ha reajustado a los códigos culturales de todas las épocas, permitiéndose el lujo de la permanencia. 

Al principio, las parrandas remedianas tuvieron un innegable vínculo con el motivo sagrado. En la puesta en práctica de una alternativa que diera solución a una situación trágica —¿pérdida de la fe de sus parroquianos?—, Francisquito no pudo restaurar los niveles de religiosidad perdidos, sino que los transgredió al abrir el cauce para el establecimiento de un segmento temporal donde la participación de todos se manifiesta en los altos niveles de euforia y desacralización religiosa. Sin embargo, esto no presupone una pérdida de la sacralidad de la fiesta, pues ambas están vinculadas: «las motivaciones semánticas de la Fiesta y sus diversas variantes subrayan de una u otra forma la idea de la sacralidad».

Muchas veces «la motivación de la Fiesta aparece más bien como un pretexto externo de esta, [que] influye en una u otra medida en la elección de los elementos actualizables de la Fiesta, pero no suprime la esencia única que está en la base de todas las Fiestas en toda su diversidad». Así, las parrandas en Remedios —y en el resto de la región— han atravesado por un caudal motivacional (económico, político y socio-cultural) que dejó huellas contundentes en sus elementos compositivos, actualizables, movibles, dinámicos… que para nada alteraron el conflicto esencial del drama; elementos que, paulatinamente, se fueron incluyendo dentro del festejo como parte de la confluencia étnica, algunos de los cuales no entran en la competencia (aunque enriquecen el espectáculo) mientras otros pueden incidir en la victoria de uno u otro barrio. Varios de ellos han tenido diversos momentos, que han marcado su evolución.

Dentro de los no competitivos se encuentran: 

  1. la música (en 1820 comienzan los recorridos callejeros de muchachos armados de toda suerte de instrumentos, musicales o no; en 1850 queda establecida la estructura del repique parrandero; a comienzos de la década de 1880 se incluyen los piquetes parranderos y se componen las polcas y las rumbas más antiguas),
  2. el farol (las primeras colecciones aparecen en 1871, aunque en 1888 tienen una evolución al permitir la diversificación en los materiales con los que se construían),
  3. las insignias y los emblemas (los primeros aparecen en 1880, aunque en 1890 cambian definitivamente, al modo en que hoy se conocen).

Los competitivos son: 

  1. trabajos de plaza (los primitivos «arcos de triunfo» —nombre originario de este elemento— comienzan a aparecer en 1875),
  2. carrozas (la evidencia más antigua de un «carro triunfal» —–nombre originario de este elemento— se remonta a 1881) y
  3. fuegos artificiales (las primeras muestras fueron exhibidas en 1883).

Si se recorre, con agudeza, un evento como las parrandas de Remedios afloran rasgos europeizantes, africanoides y asiáticos en muchos de sus elementos constitutivos. Sin embargo, esta tradición, por la alta presencia de europeos en la jurisdicción remediana, fue desarrollando una peculiar estructura cultural y competitiva, heredera de otros eventos civil-comunitarios en la historia de esos pueblos.   

Así, se puede establecer una periodización en la que se distinguen cinco grandes etapas en el transcurso de las parrandas; caracterizadas, fundamentalmente, por los cambios constitutivos y/o compositivos dentro de la misma, que respondieron siempre al contexto histórico por el que atravesó en cada momento. 

Es posible establecer dos períodos durante el siglo xix:  

  1. desde la década de 1820 hasta 1870, etapa de origen, búsqueda de formas y ensayo de una balbuceante e insipiente tradición; y
  2. de 1871 a 1900, lapso en que se reajustan ciertos códigos culturales y organizativos, así como el establecimiento de un modo de hacer la fiesta, que prefija la estructura con la que se conoce en la actualidad.  

Durante el siglo xx y las primeras décadas del xxi distinguimos tres etapas: 

  1. desde 1900 hasta 1959, afianzamiento de la tradición, ya centenaria, en la que no ocurren momentos climáticos y se despliega un cierto estatismo;
  2. de 1960 a 1990, momento en que los trabajos de plaza y las carrozas desarrollan un monumentalismo insospechado y se desborda el uso de fuegos de artificio; y
  3. desde 1991 hasta la actualidad, período en el que la fiesta se universaliza, quedando signada por la incorporación-asimilación de diversas tendencias artísticas contemporáneas, la apropiación-fusión en géneros y formatos musicales, así como los avances tecnológicos.

Para realizar un análisis pormenorizado de estos momentos en la fiesta, nos referiremos a ellos en orden consecutivo, sin distinguir los siglos. 

En la primera etapa el joven sacerdote español Francisco Vigil de Quiñones enciende la chispa cuando reúne a los muchachos y adolescentes del barrio San Salvador, en cuya ermita oficiaba el culto, en su afán por revitalizar las moribundas misas de Aguinaldo, que se celebraban en las madrugadas del 16 al 24 de diciembre. La osadía original se convirtió en representación callejera que actualizó la división de los ocho barrios con los que contaba la villa de entonces. Aunque la iniciativa se llevó a cabo en el barrio San Salvador, hacia el norte de la ciudad, bien pronto se le dio al barrio de Camaco, más pequeño, la misión de ir despertando los repiques conformados por los muchachos de las demás demarcaciones.

Si el destello original había brotado de un europeo, la realización del mismo estuvo a cargo de cubanos que incorporaron sonoridades de ancestros africanos. Así, muy pronto se unieron a estos disturbios el remediano Gregorio Quin, que incluyó un instrumento aerófono de origen europeo: la corneta; y, más tarde, se sumó su hijo Eustaquio, percutiendo un instrumento híbrido y bien mulato: la atambora. Esta confluencia organológica permitió el nacimiento/conformación del repique parrandero hacia mediados del siglo xix. 

Por esos años toman protagonismo en la organización de los festejos Chana Peña y Rita Rueda, dos criollas que capitaneaban los barrios El Carmen y San Salvador, respectivamente, ambos territorios comenzaban a liderar las formas de competencia, aún no precisas.

En la segunda etapa vuelven a aflorar dos figuras europeas que definen, por primera vez, una estructura definitiva: el mallorquín Cristóbal Gilí Mateu y el asturiano José Ramón Celorio del Peso, quienes comandaron los barrios, conduciéndolos por senderos insospechados. Se inicia con ellos un modo de hacer la fiesta que permite la inclusión de elementos artísticos, precarios en sus comienzos, con un claro antecedente en otros festejos de la Europa de ultramar.

Otra vez aparecen dos mujeres en el panorama festivo, insinuando el mestizaje cultural que nos define: la española Nemesia Thombo (Carmen-Salvador) y la criolla Emilia Borges (Pata’e grillo), prostitutas que definieron la estética de los símbolos y emblemas parranderos en 1890.

Pero todavía los límites comarcales eran dispares y, en las postrimerías del siglo xix, el médico y folclorista español radicado en Remedios, Facundo Ramos y Ramos, estipula el límite actual de los barrios, atravesando la plaza central de la ciudad: escenario antropológico de las fiestas. Además, es el momento en el que las parrandas comienzan a ser asimiladas por los habitantes de otras ciudades cercanas y principia un proceso de reajuste cultural a otros contextos socioculturales.

En la tercera etapa la tradición se siente madura al cumplir sus primeros cien años. Son tiempos en los que la fiesta respira un «extraño» estatismo, acorde con el estancamiento socioeconómico que reinaba en la nación. Sin embargo, muchos artistas e intelectuales plasman en sus creaciones parranderas —trabajos de plaza y carrozas— los avances de la ciencia, los acontecimientos mundiales y lo más autóctono de nuestro paisaje. Se retoman temas florales en las carrozas y glorietas en los trabajos de plaza, que comienzan a definir la estética, en extremo repetitiva, de una época.

En la cuarta etapa, con el triunfo de la Revolución cubana en 1959, las fiestas desarrollan una fuerte carga instructiva, llevando al escenario parrandero temas del arte y la literatura universales. Esta grandilocuencia didáctica inaugura una serie de cambios en el desarrollo de las mismas: 

  1. a finales de la década de 1960 el fuego se dimensiona y en una sola entrada se lanzan más artificios que los que se tiraban durante toda la fiesta hasta ese momento; 
  2. hacia la década de 1970 inician las grandes entradas de palenques, surge el bombo o atambora (como renovación del intermitente) y ambos barrios comienzan a presentar una sola carroza, pero de mayores dimensiones; 
  3. las mejoras económicas de la década de los ochenta permiten que los trabajos de plaza y las carrozas desarrollen un insospechado monumentalismo, que magnificó extraordinarias creaciones dentro de la cultura popular tradicional…

En la quinta etapa la parranda se universaliza, caminando con los signos de los tiempos. La participación de procedentes del extranjero —fundamentalmente de Europa y Norteamérica—, remedianos o no, y de artistas de academia, provoca una actualización de la tradición, en cierta medida, incorporándole una visión cercana a otros eventos; queda signada por la incorporación-asimilación de diversas tendencias artísticas contemporáneas y la fusión de formatos y géneros musicales.

La percepción del tiempo desde una visión caótica y —aparentemente— desordenada en una expresión cultural como las parrandas «sugiere la concepción y asimilación de un tiempo “otro”, en donde la realidad adquiere otros matices y lógicas y la naturaleza humana se enfrenta a otras circunstancias culturales, ideológicas y políticas». 

No podemos olvidar que las parrandas remedianas son un fenómeno latinoamericano que ha transitado por momentos climáticos de la historia, domeñando el tiempo y el espacio en función de consolidar una expresión cultural propia. 

Este evento se desarrolló como un acto de contracultura colonial. La algarabía decimonónica insinuaba una especie de «aquelarre» para una sociedad hipócrita que reprimía el «ego». De tal modo, lo exagerado marcó una ruptura social, transversal y vertical, potenciando la figura de un «otro» subalterno, marginado, relegado… mucho antes de que lo hicieran la literatura y otras artes que han cambiado la estética de los últimos tiempos. Así, durante los días de parrandas el pueblo se trasviste espiritual y/o físicamente, rompiendo ataduras «morales» que lo signan «socialmente» durante el resto del año; todo lo cual expresa tendencias neobarrocas dentro de la fiesta.

La herencia de la cultura occidental y sus patrones, impone a las parrandas remedianas una reinterpretación del ser latinoamericano desde la sublimación de ciertas imágenes —de la cultura pop y del kitsch—, en busca de un «modo de ser» cuya base alienada los impulsa al pastiche, al travestismo (genérico o sexual) y a la esquizofrenia, vista como «quiebra de la relación entre significantes». 

Estamos hablando de artistas, profesionales o empíricos, que se adaptan a la lógica de lo posible y ahondan hasta sus últimas consecuencias en el poder que sostiene la ficción sobre el sensorium trastocado y excitado, del modo y al costo que sea; de intelectuales que despliegan sus experiencias más allá de cualquier límite, sin medir consecuencias.

 

Crónica social en rojo 

Sin obviar la presencia subsahariana en el folclor musical remediano, no debemos desechar la existencia de tradiciones musicales a partir de las cuales los músicos del pasado y los actuales, blancos, negros o mestizos, establecieron relaciones de continuidad cultural. 

El comienzo de la década de los noventa fue especialmente crítico para las parrandas remedianas. La «crisis» se trocó en una considerable disminución de los niveles materiales e incidió en la preparación del evento. No obstante, en 1993 se celebró una de las fiestas más grandes de la última década del siglo xx. La banda sonora de las parrandas fue estremecedora. Y los niveles de exigencia se proyectaron dimensionalmente, comparados con décadas anteriores. 

Gracias a la influencia de ritmos y géneros musicales, muy en boga en la música popular cubana, comenzaron a ser aceptadas apropiaciones conceptualmente diferentes a lo que estos músicos hacían de la tradición, que pudieron parecer agresivas a los sectores más conservadores. En tal sentido, nos referimos al proceso de apropiación como parte integrante de una narrativa «local» que intenta la recuperación de las raíces, la preservación y la perdurabilidad de la tradición, con los consiguientes reajustes que esto implica. 

Los piquetes parranderos establecieron una conexión con un público ávido de poder sentir en su fiesta la vivencia de la realidad cubana de finales del siglo xx, al tiempo que articulaban posibilidades de intervención sobre la misma. Se desencadenó en la festividad remediana una «melodía de admiración, incluso de homenaje y respeto, una fuente fundamental de conectividad, creatividad e innovación» que, a pesar de los detractores, enriqueció el fenómeno cultural.

La música parrandera tiene que ser entendida dentro del contexto global del desarrollo que la música popular cubana experimentó a lo largo del siglo pasado. No podemos olvidar que la tradición no es algo que se recibe pasivamente, sino que, en el proceso de transmisión, encierra la complicidad activa del receptor, pues este es quien, en última instancia, la reconoce y la acepta.

Por tal motivo, y a la luz de la musicología actual, entendemos la relación de la música parrandera con los géneros populares dominantes como un proceso activo de apropiación. 

En el espacio urbano, escenario de estas manifestaciones musicales —primero, propias de las clases humildes; luego, patrimonio cultural de todos—, los remedianos del siglo xix solían reunirse alrededor de la paila y los aerófonos para rumbear: ahí la génesis de la rumba parrandera.

En el siglo xx se desarrolló un performance rumbero que alcanzó diferentes intensidades según el grado de interacción entre los bailadores, los músicos y el público, de modo tal que esta espontaneidad servía de «crónica de la casa o del solar, en la que los sucesos cotidianos son narrados, pero en la que se recogen también aspectos de lo social y lo político». Esta crónica necesitó, en las postrimerías del siglo xx y principios del xxi, una reactualización y enriquecimiento.

Instrumentos aglutinadores, la paila y la trompeta se adjudican en Remedios el significante de comunidad con un sonido reconocido que establece identificación. La espontaneidad del piquete parrandero, real o pretendida, hace que la tradición, lejos de ser estática, se proyecte dinámica. Este perfil capta, eficazmente, la tensión tradición-modernidad, al tiempo que cuestiona las pretendidas demarcaciones impuestas por una tradicionalidad a ultranza. Así, la música parrandera, lejos de reclamar su espacio emocional y natural, interconecta las raíces de una determinada tradición con los vuelos de un espacio real, existente más allá de la propia periferia, cargado de modernidad.

Entender la música parrandera solo como el desarrollo natural de la tradición musical de una región minimiza el significado cultural y social de este fenómeno; desechando la complejidad de relaciones que cohabitan en su interior. De tal suerte, la inclusión de la modernidad en los géneros parranderos en el centro de Cuba, ha permitido la recuperación de la función del músico como cronista social y de la música como herramienta de denuncia, (re)actualizando un discurso no oficial. La música parrandera se fija en la tradición, al tiempo que ofrece un espacio alternativo para examinar la realidad. Y esto es totalmente válido. 

Estamos en presencia de una respuesta a un momento histórico-cultural de envergadura «donde los aportes culturales africanos [y también los europeos y asiáticos] quedaron insertados funcionalmente a formas de vida latinoamericanas y caribeñas». Por tanto, el surgimiento en Remedios de las parrandas —hace 200 años— responde a un proceso de continuidad cultural «del que se desprenden formas cognoscentes de comunicación dada la ancha existencia de un sistema de pensamiento discursivo, de orden retórico, [que ha ido] conformando nuestra identidad». 

Es una mitopoética que subyace en el espíritu de una región, sin cuestionamientos posibles. La significación mítica del fenómeno le ha asignado veracidad y un carácter sagrado a la oralidad, a la vez que permitió el establecimiento y/o desarrollo de una composición barroca de la fiesta como evento americano, que se actualiza con los signos de los tiempos. En efecto, la parranda en el centro de Cuba es un evento cuyo escepticismo actual implícito se complace en su propia incredulidad y actúa sobre simulacros de lo real. 

Estamos en presencia de una fiesta con una inimaginable hondura social, con una complejidad exaltadora del sensorium y una riqueza en el entramado sociológico, capaz de arrostrar la apropiación de géneros y formatos musicales o la irrupción de las corrientes socioculturales con una renovada mistificación del suceso.  

 

La socialización de la identidad musical 

La sociabilidad de la fiesta se expresa a través de la música —como del léxico, las manifestaciones danzarias y la proyección grupal-comunitaria que se manifiesta en la teatralidad propia de los pueblos que conformaron nuestra identidad. Muy propio de la música parrandera, en la región central de Cuba se asumieron diversos formatos y géneros que expresaron la sonoridad —o las sonoridades— de la fiesta que, en 2020, celebra el bicentenario de existencia en tierras cubanas.

La expresión más antigua fue el repique, en Remedios, que se estableció hacia 1850, luego de ensayar diversas formas. Desde entonces, está conformado a partir de las sonoridades extraídas de objetos diversos: rejas, cencerros, gangarrias, alcahuetes y atamboras. A estos toques de rejas se sumaron otros como la bunga, en Yaguajay, que está formada a base de gangarrias y cencerros. Ambas agrupaciones callejeras interpretan géneros conocidos con el mismo nombre. 

Hacia 1880 aparecen los piquetes parranderos, herederos de aquellos que viajaban por toda Cuba, formando parte de circos ambulantes. Estas otras agrupaciones callejeras, propias de Remedios, interpretan polcas —criollización cubana del género de salón, venido desde la región de Bohemia, con ritmo cadencioso—, que devinieron los himnos de cada barrio, y rumbas, las cuales tienen dos funciones: desafiar al contrincante o recorrer el triunfo al día siguiente, cuando finaliza la fiesta. Esta última expresión se diferencia de las variantes que integran el complejo genérico en Cuba. En Remedios, usan la alternancia de estrofas y coros, construidos a base de cuartetas, fundamentalmente; el ritmo, también acompasado, arrastra a las multitudes por las calles de la ciudad.  

Un poco más tarde se suma a esta sonoridad parrandera la conocida conga, también propia del carnaval cubano, como forma de expresión musical del resto de los pueblos parranderos del centro de Cuba.

Pero, ya comenzado el siglo xx, comenzó a diversificarse un modo de hacer la música y expresar la fiesta, que el pueblo empezó a denominar changüí, muy diferente del género desarrollado en el oriente de Cuba. El changüí parrandero, aunque posee un modo propio, arrollador, que mueve a la gente por todo el pueblo, conserva coincidencias con la variante del son cubano. Entre ellas: 

  1. es una expresión músico-danzaría con representación socio-grupal;
  2. los cantos usan versos pareados en forma de cuartetas;
  3. en ellos predomina un solo estribillo, fácil y repetitivo;
  4. los textos reflejan hechos cotidianos, satíricos, y usan un léxico sencillo.

Esta es una expresión musical de los pueblos parranderos, muy propia y particular; que, junto a los otros géneros y formatos ha volcado la mirada de numerosos estudiosos del tema. 

Las parrandas son fiestas en cuyo interior el ser humano desata sus ataduras, al tiempo que muestra joyas de la creación artesanal conocidas como trabajos de plaza o carrozas. A todo lo cual se suman elementos coloridos como faroles, banderas y estandartes; o aquellos que, como la música y los fuegos artificiales, conducen toda la fiesta de principio a fin.

En el año 2013 las parrandas del centro de Cuba fueron reconocidas como Patrimonio Cultural Inmaterial (PCI) de la Nación cubana y, unos años más tarde, en noviembre del 2018, fueron inscritas en la Lista Representativa de la Unesco por sus valores en los usos de las técnicas y saberes propios del pueblo.

Esta expresión del Patrimonio Cultural Inmaterial —típica de la región central de Cuba— expone el proceso de conformación de la nacionalidad, a partir de las identidades locales.

 

Coda 

Cada carmelita (El Carmen) o sansarí (San Salvador) considera que su barrio es el mejor, y la vida de los remedianos gira en torno a esta celebración navideña. Del pueblo salen los artistas, artesanos, attrezistas, vestuaristas y músicos que, cada año, comienzan a trabajar dos o tres meses antes de septiembre, fecha en que toman las calles los repiques y changüíes, arrastrando una multitud que arrolla delirante —con frenesí— al compás de los tambores… hasta que se les agota el cuerpo, empapados de sudor, pero felices por tanto gozo, confusión y barullo…

Y cuando llega diciembre, casi todo el mes se convierte en fiesta. El día 8 los niños celebran su Parrandita, con trabajitos de plaza y carrocitas realizadas por ellos y el auxilio de los mayores, que les trasmiten sus conocimientos de generación en generación; en la madrugada del 16 vuelven a salir las entradas de música y fuegos artificiales por las calles de la antigua ciudad… y otra vez la ofuscación colma los sentidos…; y desde el 24 hasta el amanecer del 25 la villa se repleta de visitantes de todas partes de Cuba y del mundo para presenciar y participar en la gran fiesta: esa en la que los fuegos de artificio, el brillo de las carrozas y el encendido de los trabajos de plaza iluminan la noche caribeña, al compás de estrépitos, gritos y bombazos, que desordenan la quimera íntima, espiritual y cómplice de cada participante.

A la mañana siguiente, como no existe jurado que declare un vencedor, los participantes de cada barrio recorren las estrechas y retorcidas callejuelas remedianas, arrollando al son de los piquetes musicales; mientras entonan las cadenciosas rumbas de victoria… Por si fuera poco, unos días más tarde le dan el golpe de gracia al enemigo, al enterrarlo con fuegos artificiales para ver si aún le quedan ganas de continuar el próximo año.

Mientras, en el turista —nacional o extranjero— pervivirá la estridencia y colorido de esta fiesta única en el Caribe… y quién sabe si regrese el próximo año, quizás acompañado de amigos y familiares… porque esta es una aventura inigualable, tanto como aquella que protagonizaban los piratas con sus cañones…

Las Parrandas, a 200 años de existencia, continúan vivas, actualizando cada año la competencia entre los barrios. Por su potencial cultural y arraigo, San Salvador y El Carmen son fuerzas motrices de la cultura local de San Juan de los Remedios y hoy exhiben una fiesta que, además de formar parte consustancial de la vida comunitaria de una región y de los reconocimientos antes mencionados, en el 2020 fue patentada con el Premio a la Excelencia turística.

 


1 En documento fechado el 9 de octubre de 1690, las Matronas remedianas se refieren a Remedios como «esta, Patria Nuestra», con motivo de exigir la permanencia de la villa frente a las agresiones de los vecinos que se fueron a Santa Clara.

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