Actualidades,  Edición Nro. 0 Año 2020

Caturla, el criollo que no muere

Francisnet Díaz Rondón

 

Las balas de aquel revólver Colt calibre 38 no mataban a un hombre común; el sonido de los disparos no acallaba la voz de un simple mortal, abatido en las calles de la villa de San Juan de los Remedios, en la antigua provincia de Las Villas, al centro de Cuba. El infausto martes 12 de noviembre, de la cuadragésimo sexta semana del año 1940, Alejandro García Caturla entraba al Olimpo. Y desde allí continúa incitándonos y convocándonos a regresar, una y otra vez, a su figura y legado.

¡Cuánto se dicho de él, cuánto aún por revelar!

De Caturla resulta imposible hablar o escribir decenas de cuartillas sin que nos estremezca su personalidad atractiva y admirable. Apenas treinta y cuatro años anduvo sobre la faz de la tierra, hasta que la mano de un criminal llamado Jorge Argacha, a quien el músico y juez pretendía condenar en los tribunales por ciertos delitos, cercenó uno de los talentos musicales más sobresalientes de todos los tiempos y uno de los caracteres más justos, en términos jurídicos, en la historia de la mayor de las islas caribeñas.

Si analizamos con detenimiento, Alejandro García Caturla sintetiza en su persona el alma de la nacionalidad cubana. Esa mezcla o ajiaco cultural del que nos habló don Fernando Ortiz. Su fenotipo y descendencia europea, alto estatus social y abolengo, no constituyeron obstáculos para que el joven blanco criollo sucumbiera ante la cultura negra llegada de la madre África. Su música es la prueba más fehaciente de cómo las raíces que conformaron la nacionalidad cubana se integraron dentro de la vida del ilustre remediano.

Cuentan que desde niño acudía a cuantos bembés o toques de santo hubiera en cualquier lugar de la villa y sus alrededores, para caer rendido ante el sonido de los tambores. Ya joven se hacía acompañar de los amigos, montados en su fotingo, para ir a las comunidades aledañas a disfrutar del legado africano. Así, en cada fiesta de los negros, como las llamaban de forma desdeñosa los aristócratas y personas prejuiciadas, Caturla se deleitaba con los cantos, el baile y el envolvente sonido emergido de los cueros del cachimbo, la mula, la caja o los batás. Ese intenso ritmo lo acompañó siempre.

Su apego a la música parecía una misión divina, desde que naciera en la céntrica casona de su natal Remedios —hoy Casa Museo—, el miércoles 7 de marzo de 1906. Sentado sobre las piernas de su nana negra el pequeño pulsaba con las manitas las teclas del piano para reproducir melodías que escuchaba o se le ocurrían en su mente brillante. Con el paso del tiempo acrecentó sus conocimientos musicales, empeño que conllevó a que dominara la técnica del violín.

Sus primeros estudios musicales corrieron de la mano del maestro Fernando Estrems y luego recibió lecciones de María Montalván y Carmen Valdés. A pesar de trasladarse a la capital a estudiar Derecho Civil en la Universidad de La Habana, en 1923, con el fin de complacer a su padre Silvino, el joven creador no se alejó ni un instante del sonido y el pentagrama.

Al año siguiente de su llegada a la urbe habanera, fundó junto a otros condiscípulos una agrupación con formato de jazz band nombrada Caribe, y formó parte de la nueva Orquesta Sinfónica, con una plaza entre los violines segundos, bajo la batuta del gran Gonzalo Roig. También integró la Orquesta Filarmónica, en 1925, cuyo director Pedro Sanjuán Nortes impartió al joven villareño clases de armonía, composición e instrumentación.

La versatilidad de Caturla era verdaderamente admirable. A la vez que cumplía con sus deberes universitarios, dirigió la jazz band, amplió sus conocimientos musicales, escribió artículos de crítica, compartió con los intelectuales del Grupo Minorista —como su gran amigo, el intelectual Alejo Carpentier— y cantó en varias presentaciones, pues poseía una voz de barítono atenorado que perfiló con la ayuda de los maestros italianos Tina Farelli y Arturo Bovi, en la Academia de Canto de La Filarmónica Italiana. Alejo Carpentier escribió para él especialmente el libreto de la ópera en un acto Manita en el suelo.

En el empeño de ampliar su acervo musical, Caturla se nutrió de la obra de varios compositores influyentes, como los rusos Ígor Stravinski, Serguéi Prokofiev y Dmitri Shostakóvich, el francés Maurice Ravel, el británico Benjamin Britten y el estadounidense Aaron Copland, entre otros grandes. Todo ello, volcado sobre la magia de las congas, la rumba, el son, y las raíces africanas, en general, emergió de su ingenio una obra «extraña, cáustica, dura, donde resaltan la superposición de armonías diferentes, de acordes sin relación común».[1]

La calidad de sus creaciones no pasó desapercibida. Precisamente, en 1928 el compositor norteamericano Henry Cowell solicitó sus obras al joven remediano para estrenarlas en California, así como la autorización para sumar su nombre a los miembros de la Pan American Association of Composers. En poco tiempo, el doctor Caturla, como también era llamado, comenzó a ser reconocido como uno de los compositores sinfónicos más relevantes de la isla, y su música fue apreciada en España, Francia, Estados Unidos y Alemania, entre otros países.

Por esta etapa viajó a la lejana Europa, donde recibió lecciones de la profesora francesa Nadia Boulanger. Sobre su experiencia, la profesora contó a la investigadora María Antonieta Henríquez, autora del libro biográfico sobre el ilustre músico y compositor, que las lecciones de instrumentación que había impartido a Caturla más bien fueron para ella un aprendizaje, pues la invención armónica, los experimentos de timbres orquestales que se le ocurrían al músico en las clases la dejaban asombrada, y no sabía cuál de los dos era el maestro y cuál el discípulo.

La estirpe de creador se reconoció más allá de las fronteras. Su Tres danzas cubanas para orquesta sinfónica vio la luz por vez primera en España, en 1929; Bembé, ese mismo año, en La Habana, y su Obertura cubana ganó un premio nacional en 1938. Otras de sus creaciones son Mi mamá no quiere que yo baile el son (1923), Danza del tambor (1927), La rumba (1933), Berceuse para dormir a un negrito (1937), Berceuse campesina (1939), el ballet Olilé (El velorio, 1930) y la ópera Manita en el suelo (1937).

La creaciones de Caturla fueron difundidas con asiduidad en importantes plazas para la música sinfónica, como: New York, Filadelfia, Sevilla, París, Leningrado, Moscú, Ciudad México, Barcelona, Berlín, Viena, y Detroit, bajo la batuta de destacados directores internacionales como Leopold Stokowski, Marius-François Gaillard, Ernesto Halffter, Nicolas Slonimsky, Carlos Chávez, Mario Mateo, Richard Klatovsky, Anton von Webern y Ossip Gabrilowitsch, a la vez que destacados cantantes, pianistas y violinistas interpretaron sus obras.

De regreso a su querida tierra natal el espíritu creador de Caturla se mantuvo activo. Ya en 1932 fundó y dirigió la Sociedad de Conciertos de Caibarién, mediante la cual el auditorio se deleitaba al escuchar por vez primera obras de Falla, Ravel y Debussy. Caturla, junto a Amadeo Roldán, es considerado el pionero de la moderna música sinfónica cubana.

El legado de Alejandro Caturla se mantiene vivo hasta nuestros días. Las nuevas generaciones de músicos aún se deslumbran ante su grandeza, y lo evocan en actividades o eventos como el Festival de Música de Cámara A Tempo con Caturla, en Villa Clara.

Así sigue Caturla entre nosotros, vivo en el espíritu de su música.

[1] Radamés Giro: Caturla el músico, el hombre, selección y prólogo de Radamés Giro, Ediciones Museo de la Música, La Habana, 2007.

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