Edición Nro. 0 Año 2020,  Gacetilla

El maestro Vázquez

Leonor Esther Martínez Vázquez

 

Mi tío abuelo José Manuel era alto, de un físico imponente: según me contaron en mi infancia, una persistente fiebre que le dio siendo pequeño le distorsionó el rostro y las piernas. No obstante, llegó a ser corpulento, de potente voz y una fuerza colosal en las manos. Siempre lo vi bien pelado; era bizco, muy blanco, tenía la boca virada, lo que hacía temblar sus palabras; sus pies parecían pequeños y quedaron casi redondos por la deformación. Pero era un excelente pianista; formidable. Según entendí, no había querido vivir en familia, no sé si debido a algún complejo, pero se estableció en el corazón del viejo —y un tanto marginal— barrio de Reina.

Desde los tres años hizo gala de su oído musical, reproduciendo al piano algunas melodías populares. Cuando contaba con escasos cinco años escribió una pequeña obrita, que la banda municipal interpretó públicamente. A los once fue capaz de ejecutar obras de Bach y Weber; a los quince recibió, como Premio de Honor del conservatorio donde estudiaba, una lira de rubíes y brillantes. Y así tendría, sucesivamente, condecoraciones y nombramientos en la vida, por su dedicación a la enseñanza de la música y la composición artística.

Según las memorias de los músicos y la prensa de la época, cuando José Manuel contaba solo con dieciséis años se presentó a un examen de oposición en La Habana para optar por una beca en Estados Unidos. En la rivalidad se encontraba también el eminente Ernesto Lecuona. Al quedar ellos como únicos finalistas, el jurado se decidió por este último, argumentando entre bambalinas que «no podían enviar un monstruo a Estados Unidos», refiriéndose directamente a las malformaciones físicas de José Manuel.

Así me contaron mis abuelos, el pintor Antonio Vázquez del Rey y la también pianista Leonor Castiñeyra Rangel, quienes lo recibían con cariño y respeto en los almuerzos de domingo —en los que muchas veces participé—. Comía vorazmente y no cesaba de mover las piernas, yo no dejaba de mirarlo.

Escuché que mi tío abuelo fue arreglista musical, compositor y pianista en la Academia de Ballet de Alita Cabrera, quien le confió la música en sus presentaciones, y que mucho disfrutó hacerlo. Por sus conversaciones fui agregando datos: mi tío abuelo fue profesor del Conservatorio Cienfuegos —que heredó de su único maestro, don Vicente Sánchez Torralbas— y, desde la década del sesenta, integró el claustro del Conservatorio Manuel Saumel, de Cienfuegos.

Nada sé de su vida privada, ni me hace falta; lo quise como fue. Cuando era niña me asustaba verlo, me aterraba oírlo. Si mi abuela era fina, si mi abuelo, respetuoso y mesurado, este era directo y hasta grosero. Tenía una energía incalculable y en su conversación habitual había indefectiblemente varias palabras picantes, bastantes para la época. Pero para mí, siempre hubo cariño en su trato.

Cuando, ya muchacha, volví a vivir en Cienfuegos, José Manuel fue mi nuevo profesor de piano. ¡Qué sorpresa y qué orgullo! Me gustaba ir martes y jueves en la mañana a su casa. Mami le mandaba algún dulce y él lo recibía contento como niño.

Escucharlo al piano fue, de inmediato, subyugante. Si antes me era extraño, ahora lo creía genial. ¡Qué ligereza, qué seguridad, qué dominio de sus manos sobre el teclado! Hablaba sin parar; me contó que disfrutaba su propia inspiración para componer, tanto como ejecutar las más atrevidas y exigentes melodías reconocidas en el pentagrama mundial.

Aun comiendo me mandaba a practicar escalas. Era muy exigente, pero también cayó en mi trampa. Le dije que no veía las notas, engurruñando los ojos. Mansamente me indicaba la lección, la tocaba… yo la aprendía de oído, la repetía, y punto. Un buen día me descubrió, le conté mi jugarreta harto practicada porque nunca leí ni la clave de fa ni la clave de do. No quería complicaciones. «Total, yo toco cuanto quiera sin partituras delante» —dije entonces con petulancia—. El insulto fue benévolo para la ocasión. Luego, con la boca virada, no sabía si el explosivo y tambaleante «¡Cabrona!» me lo decía en serio o en broma.

A veces vi llegar vecinos, que lo ayudaban porque ya estaba viejo. Con ellos, jovialmente, usaba jaranas. Eso sí, algunos le pedían que por la noche se dejara escuchar cuando «le bajara la musa». A la altura de estos tiempos he sabido que «con toda intención, también acompañaba desde su casa los toques de bembé que por allí se realizaban».[1]

Quise saber más. Mi abuelo me contó que su hermano fue aplaudido en conciertos y tertulias, fiestas benéficas y musicales de La Perla del Sur, donde incluso llegó a cantar algunas de sus propias inspiraciones criollas. Y hasta la radio cienfueguera le abrió sus micrófonos para ofrecer conciertos en vivo.

Supe, además, que entre José Manuel y mi abuela hubo ciertas «diferencias profesionales». Caracteres diferentes, cada uno dirigía un conservatorio de Música reconocido en la ciudad. Cariñosamente, a ella la llamaban Leonorcita; a él, El maestro Vázquez.

Cada vez que volvía a su casa en Reina, me parecía entrar a un nuevo capítulo de mi novela familiar. El piano marcaba su existencia; los días transcurrían entre el teclado, hojas de papel pautado sobre la cama o la mesa. Le gustaban las danzas, pero también los ritmos afrocubanos, lo cual se percibía al escucharlo. Tarareaba, revisaba partituras y las soltaba, como imbuido en su propio mundo musical donde solo habitaba él. Vivía como hombre solo, con colillas de cigarros regadas y tacitas con café en el fondo, hecho melaza, las ventanas siempre abiertas, alguna camisa rodaba por cualquier lugar, y encendido —casi siempre— su viejo radio.

Llegué a querer a José Manuel, aprendí a admirarlo; tal vez por eso me dio a guardar dos medallas que le fueron otorgadas; una por 30 años dedicados al arte y otra, preciosa, entregada en 1960: el Premio Faroy a vidas cimeras. Pero sentí lástima infinita por su soledad.

Al fin, su apariencia era secundaria; el talento anuló cualquier complejo. Valoré su tenacidad. La gente sensible no vio la forma física del hombre, sino la grandeza de su arte: lo vieron con el corazón.

Viviendo en Cienfuegos, fui un enlace entre los hermanos artistas, desvencijados, voluntariamente relegados ante una nueva generación. Fueron seres completamente distintos, pero esencialmente espirituales. Y de nuevo Santa Clara nos marcó distancia.

Yo tenía veinte años cuando él murió. Lloré sinceramente a José Manuel Vázquez del Rey. Lo quise muchísimo, lo recuerdo con pena porque mereció mejor vejez. Y me reservó una sorpresa: había escrito un testamento donde legaba algunas pertenencias domésticas a personas amigas. A mí, nada más y nada menos que su piano.

Tengo lo que no se destruye porque no es tangible, pero inconmensurable: su recuerdo.

[1] Mejías Polo, Bronia: La obra compositiva de José Manuel Vázquez del Rey en el siglo xx, Tesis en opción al Título de Master en Gestión del patrimonio-documental de la música. Universidad de La Habana, abril de 2017.

 

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