Edición Nro. 1 Año 2021,  Nota Aguda

Espacios de socialización como elementos del patrimonio musical cubano. Una introducción para su puesta en valor

Ginley Durán Castellón

Angélica María Solernou Martínez

 

El desarrollo de la Convención sobre el Patrimonio Cultural Inmaterial (Unesco, 2003) hizo posible la reivindicación de la cultura popular —que comprende la oralidad, la cocina, la artesanía, la música— como elemento patrimonial, por ser parte consustancial del discurso civilizatorio. Debido a la expansión del régimen patrimonializador, áreas de la vida sociocultural, concebidas como remanentes de un pasado «pintoresco» o marginal, pasan ahora a ser activadas, recuperadas y valorizadas. Entre estas prácticas se hallan, por supuesto, la música y sus espacios de socialización.

Repensar la patrimonialización en el contexto cubano

Las agencias estatales tienden a ser tradicionalizadoras: legitiman formas y prácticas culturales, invisibilizando sus procesos de selección.[1] Esto condiciona apropiaciones culturales diferenciales y prescriptivas que acarrean conflictos de clase, generación, nación. Con estos peligros, es menester entender la patrimonialización como la puesta en valor desde la base, lo endógeno, el reconocimiento y legitimación del grupo portador como principal recurso del bien. Ante la cuestión de cómo hacerlo en la cotidianidad del cubano y no en la escenificación «folklorizada» para turistas, Guisao y Best (2019) apuntan la necesidad de defender lo auténtico en una época en que lo diferente, lo local, corre el riesgo de ser devaluado.[2] En tal sentido, la puesta en valor del patrimonio musical debe incluir los soportes materiales e inmateriales que posibilitan la música y también las prácticas socializadoras inherentes a esa expresión cultural.

Laa música es en sí y también es a través de los espacios sociales que la determinan: una arquitectura física, «asociada a ciudades, periferias urbanas, o zonas rurales»; y una arquitectura simbólica «relacionada a sitios de la memoria, reinterpretados selectivamente como parte de la identidad y las tradiciones locales». Esos espacios sociales son en un contexto específico, donde se manifiesta la naturaleza misma del habitar humano[3] y se advierte la confluencia de imágenes que expanden el pasado contraído en el presente, no como recurso de rememoración nostálgica, sino como parte activa de la cotidianeidad.[4]

El debate acerca de los límites y alcances del hecho patrimonial insiste en evitar la fragmentación artificial entre lo material y lo inmaterial, componentes sobre los que se erige la cultura. Lleva, en términos de la música, a la asimilación de todas las prácticas asociadas (la danza, el baile, los espacios de socialización) que conforman un complejo manifiesto en la exégesis social. Ello permite un acercamiento holístico al hecho cultural, que se constata al examinar la cultura popular y establecer la relación entre la adaptación hacia entornos cambiantes diseñados desde «arriba» por las élites y el acervo cultural mantenido y elaborado desde «abajo» bajo condiciones naturales.[5]

En ese acercamiento a la cultura popular, no puede soslayarse la dimensión de lo latinoamericano, explicada por García Yero (2000)[6] en términos cronotópicos. Las expresiones culturales (la música entre ellas) provienen del pasado, se adaptan, transforman y recrean colectivamente en el presente en formas internamente variadas, capaces de traducir disímiles dialectos de la memoria.[7] A la vez, es en ciertos espacios donde se produce el disfrute, pero también la transformación, cocreación y recreación de las expresiones culturales (musicales).

La música cubana es uno de los rasgos distintivos del patrimonio cultural de la nación. Su valor e influencia se reconoce también en el entorno musical regional. Pero, si bien se ha avanzado en la declaratoria y reconocimiento de bienes incuestionables, ha faltado el diseño e implementación de políticas efectivas para su salvaguardia como capital social vigente (cultural, intelectual, estructural, financiero) y espacio socializador-generador de nuevos imaginarios.

Se necesita insistir en las formas de socialización de cada grupo o comunidad cultural, parámetros que permitieron, por ejemplo, la inclusión de la rumba y el punto en la lista del patrimonio mundial, la valoración de la trascendencia del son y la gestión de la declaratoria del bolero como parte del acervo cultural de la humanidad. Es incuestionable que estos géneros son consustanciales a la memoria histórica de la nación; sin embargo, valdría preguntarse por la salud y vigencia de las prácticas sociales asociadas al universo musical descrito.

La práctica musical trasciende la interpretación instrumental o vocal para describir un sistema de socialización que involucra un espacio colectivo de confluencias y disputas por la legitimación social, cocreado según la lógica de la dominación interna y las dinámicas hegemónicas globales. Se seleccionan determinados géneros sobre otros en base a criterios que podrían ser ¿de representatividad?, ¿de difusión internacional?, ¿de interés cultural?, ¿de interés turístico?

En cualquier caso, las referidas declaraciones connotan el valor histórico-cultural y artístico de esas expresiones musicales y su reconocimiento como marca de identidad nacional. Develan una relativa actualidad que amenaza a una memoria desdibujada (a veces arcaica o residual), frente a realidades emergentes entronizadas por la industria cultural, la incidencia de los medios de comunicación masiva y el consumo popular mediado por los impactos de la globalización.

Esas declaratorias pudieran tomarse como medidas desesperadas para proteger lo cubano en la música. El peligro radica en confiar que, por haberlas patrimonializado, se garantiza su salvaguardia. Se olvida que el patrimonio no es sino en su significado para las comunidades portadoras; y que, en el caso de la música, los juicios valorativos están asociados a la permanente construcción de vivencias en torno a ella. Debe evitarse que la formalización patrimonial de la rumba, el son, el punto o el bolero, constituya una forma de banalización o acción inamovible que condicione el vaciamiento de sus contenidos sociales, origen de sus principales fortalezas.

Hacia una caracterización somera del pull patrimonial musical cubano

Entender la música cubana como espacio de socialización implica identificar en su práctica cotidiana el ejemplo y reflejo de la estructura social. A pesar de la conciencia del mestizaje identitario, la delimitación de música blanca y música negra, de salones «cultos» y espacios marginales, por ejemplo, refieren la permanencia de un discurso de exclusión social bajo el argumento de la raza o el origen (urbano-rural / centro-periferia), que permanece vigente en los imaginarios sociales. Esa delimitación aparece reforzada desde la marca de identidad promovida desde lo folclórico-turístico, donde dichos imaginarios sobreviven incrustados en la sociedad como prácticas heredadas que, mediante la reproducción social y el peso de la «tradición», permanecen activas como rasgos de identidad regional, local, familiar o personal.

Llorenç Prats (2007) considera que la memoria cultural conforma una especie de pull patrimonial donde se seleccionan y jerarquizan prácticas culturales y sus grupos portadores.[8] Esto es verificable en la estructura social, cuyas tensiones se aprecian claramente en los procesos de la cultura popular, que, en el caso de Cuba, haya su origen en los siglos de la colonia, la composición étnica de la nación cubana, y los fuertes contrastes entre la vida urbana y la rural, permanentes a pesar de los esfuerzos del Estado (García Yero, 2000).[9] Podría añadirse un tercer elemento: la influencia de la globalización en la sociedad de la información, en la cual los medios y las redes sociales legitiman estereotipos y patrones culturales en el ADN cultural de la nación.

La migración juega un papel distintivo en la música cubana por la mezcla de componentes étnicos. Por ejemplo, «una manifestación de importancia en lo que a la música tradicional concierne, es aquella que se vincula a las oleadas migratorias […] a finales del siglo xviii e inicios del xix como resultado de la Revolución Haitiana. La forma en que se manifiesta esta expresión musical es a través de la llamada Tumba Francesa, […] fenómeno cultural [que] recoge la influencia de los bailes de salón de los franceses, en especial el minué, y lo mezclan con los bailes y ritmos africanos. […] es una caricatura de los bailes de salón franceses, pero que se dan con una forma musical muy peculiar al tocar el tambor».[10]

En la música cubana de entonces se constatan elementos hispánicos y otros componentes de origen africano, del Caribe e Hispanoamérica, de Asia, presentes en variantes temáticas y genéricas de la música popular tradicional. De fuerte arraigo popular son los villancicos, nanas y canciones de trabajo, y el mambo, el chachachá, el son, el danzón. A ello se añade la música religiosa, sobre todo católica, y también los toques «negros» de carácter ritual que, en el lenguaje de las etnias de origen, cantan a sus deidades.

Si bien se comprueba la agilidad con que se produce el mestizaje de las expresiones musicales de los componentes étnicos, el examen del patrimonio musical cubano connota la fragmentación entre culto y popular, entre blanco y negro, entre lo urbano y lo rural, y entre espacio interior o exterior, que definiría sonoridades «correctas» o «inadmisibles» como muestras de civilidad. Ilustra díadas de apropiación-expropiación sin las que sería imposible comprender a cabalidad la producción musical y la sociedad misma. Muy llamativo resulta que tales procesos de exclusión, de falso blanqueamiento de lo considerado culto o marginal, ha llegado hasta nuestros días en posiciones que desafían los discursos de equidad, igualdad y justicia social.

Músicas cubanas y espacios de socialización

La aproximación patrimonial a la música cubana, que incluye géneros, cultores, personalidades y públicos, supera la consideración meramente identitaria para advertirla como complejo social históricamente perpetuado y vigente en estereotipos y prácticas discriminatorias. La tumba francesa, uno de los eslabones del entorno cultural del oriente cubano, constituye un ejemplo tácito de asimilación y acriollamiento de cánones beligerantes como parte de una lucha por la legitimación social y el derecho a existir.[11]

Del mismo modo, la rumba, surgida a fines de siglo xix en los solares de los barrios «negros» y marginados de La Habana y Matanzas se legitima como espacio de socialización en el que esa comunidad expresaba sus frustraciones y angustia. En el caso del yambú, la columbia y el guaguancó se señala: «El barracón primero, y los solares después, fueron escenarios para el nacimiento y desarrollo de la rumba en Cuba. De las cuarterías al salón de baile, aquella explosión del ritmo irradió en el mundo […] En la rumba, con múltiples influencias de procedencia africana y elementos hispánicos, el negro humilde mediante el canto o el baile, expresó sus penas y alegrías […] asimiló rimas [y] giros melódicos».[12] No por gusto es la primera manifestación músico-danzaria cubana declarada Patrimonio Cultural de la Nación (2012) y Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad (2016), al reconocerse internacionalmente su trascendencia en nuestra identidad y su carácter de foco de resistencia cultural. Al mismo tiempo, se vindicarían las relaciones sociales construidas por medio de su práctica y los espacios físicos que le sirvieron de soporte.

La lógica que califica la música popular como espacio de socialización sujeto a las relaciones de dominación-exclusión, es aplicable también al entorno de la canción trovadoresca. García Yero puntualiza que está «muy relacionada con lo rural […] fue hecha por hombres de una vida bohemia […] en los últimos años del siglo xix como expresión musical de los sectores más pobres de la población».[13]

Es innegable, por otra parte, la relación de las prácticas musicales con la danza y el baile. Al interior de los inmuebles comienzan a legitimarse salones de reuniones y sociedades de recreo, espacios en apariencia desconectados y excluyentes en función de credos, filiaciones políticas o color de la piel, pero determinantes en la generación de prácticas y sonoridades mestizas y criollas, primero, y profundamente nacionales, después. Rosalía Díaz (2011) lo constata al hallar la descripción del ambiente santiaguero realizada por el inglés Walter Goodman entre los años 1864-1869: «Danzan, cantan, hacen sonar matracas y otros juguetes, y se hacen seguir de una banda de música legítima con violines, clarinete, trombón, cuerno francés, bajo, timbales y el indispensable rallo o guayo, el cual se rasca con alambre […] Se han situado taburetes en derredor, y quien quiera café, o chocolate caliente, allí tiene los fogoncillos prestos. Merengue, cerveza embotellada, sopa a la juliana y ajiaco criollo que venden negros y negras, principalmente estas».[14]

Una presencia esencial en el ambiente sonoro y musical urbano y suburbano descansa en los cabildos, de los cuales don Esteban Pichardo dice en el Diccionario provincial casi razonado de vozes cubanas (1836): «reunión de negros y negras bozales en casas destinadas al efecto, en los días festivos, en que tocan sus atabales y tambores y demás instrumentos nacionales africanos, cantan y bailan en confusión y desorden, con un ruido infernal y eterno, sin intermisión. Reúnen fondos y forman una sociedad de pura diversión y socorro […] y que se denominaban atendiendo a cada nación o región africana».[15]

En contraposición a estas sociedades y al jolgorio de la baraúnda carnavalesca, destacan géneros musicales y danzas con marcada influencia europea pero acriolladas, que engalanan los salones de las aristocráticas casas coloniales. Es el caso del minuet de sala, baile de origen francés, ejecutado en el siglo xix casi siempre por negros en las casas de rango y abolengo.[16]

Mención especial merece el danzón, Baile Nacional de Cuba, resultado de la transculturación de la danza y contradanza europea que llegó a fines del siglo xviii desde las cortes españolas y las migraciones de franceses y haitianos. Estos bailes de salón recibieron la influencia mestiza para adquirir una nueva expresión:[17] aunque mantenían el influjo africano en su ritmo, poseían libertad expresiva que permitía a la pareja enlazarse con sensualidad. La danza aumentó sus partes formativas y extendió su tiempo bailable, a lo cual debe su nombre. En opinión de Miguel Failde (2009):

Se bailaba por aquel tiempo en Matanzas un baile de cuadros que llevaba el nombre de danzón […] lo formaban hasta veinte parejas provista de arcos y ramos de flores. Era realmente un baile de figuras y sus movimientos se ajustaban al compás de La Habanera […] el que dirigía este baile […] me invitó a que escribiera una música ad hoc. Pues hasta entonces las parejas ejecutaban las figuras cantando a viva voz. Y al escribir esa música se me ocurrió la idea del baile que hoy se llama danzón. Lo escribí y puse en ensayo. Gustó a todo el mundo, es decir a los músicos y a los bailadores, se hizo popular en muy corto tiempo.[18]

Al interior de los inmuebles, con el surgimiento de las sociedades regionales,[19] se cumple, en parte, la función cultural e ideológica que el gobierno español evitaba en edificios estatales. Las actividades sociales se intensifican y las festividades alcanzan mayores dimensiones; casi siempre organizadas con el fin de recaudar ingresos. En Santa Clara, por ejemplo, se destaca la edificación de El Billarista, hito de la arquitectura doméstica de la región central por ser el primer exponente con tres niveles que, además de casa vivienda, fue comercio, servicio de correos, centro telegráfico, logia y, finalmente, una sala de baile y billar que le aportan el nombre por el cual aún hoy se reconoce.[20] Correlato de los liceos, asociaciones y sociedades blancas se crean las de negros y mulatos libres, resultado del declive de los cabildos una vez abolida la esclavitud. En ello se constata la supervivencia de una sociedad fragmentada y discriminatoria en las prácticas musicales y sus espacios de socialización.

El equilibrio entre el hecho músico-danzario y su contexto debe consolidar la producción material y espiritual de los grupos portadores, su expresión como parte de la cultura, su sostenibilidad, resistencia y resiliencia social comunitaria.[21] La promoción de la cultura local auténtica favorece la recuperación de «las instalaciones y los entornos donde se desarrolla la vida […] de las comunidades, para no fabricar una cultura para el turismo y lograr que este se inserte y disfrute de la cultura viva de la nación».[22]

Al considerar el potencial del turismo como activador del patrimonio, Cuba debe velar por la autenticidad de los bienes culturales, la salvaguardia de la memoria histórica, y que no se privilegien unas prácticas sobre otros. Para la música cubana, la solución radica en un enfoque hacia la diversidad y multidimensionalidad de las prácticas musicales, como complejos músico-danzarios y artísticos que implican sujetos practicantes y espacios de socialización.

[1] Cruces, Francisco (1998). «Problemas en torno a la restitución del patrimonio. Una visión desde la antropología». Alteridades, Vol. 8, n.o 16, pp. 75-84, p. 82.

[2] Guisao, Adglienis y Best, Aleida (2019). «La percepción del danzón como patrimonio musical de la nación por las comunidades tuneras». Didasc@lia: Didáctica y Educación, El Danzón, Patrimonio Musical, Vol. X, n.o 3, julio-septiembre, pp. 66-77.

[3] Stephen Pepper (1997). Hypotheses of World. Los Angeles and London (California: University of California Press); citado en García, Beatriz (1997). «Arquitectura, experiencia e imagen. Explorando el camino de Bergson». Estudios de Filosofía, n.o 15-16, febrero-agosto, Universidad de Antioquia, pp. 9-19.

[4] Bergson, Henri (1957). Philosopher of Reflection. Londres: Bowes & Bowes.

[5]Ardito, Lorena (2007). Pensar lo musical como correlato de lo social, El caso de la música popular afrolatinoamericana. (Trabajo de diploma) Santiago de Chile: Universidad de Chile.

[6] García Yero, Olga (2000). «La cultura popular en Cuba». Revista Iberoamericana, Vol. 11, pp. 181-203.

[7] Lotman, Iuri (1994). «La memoria a la luz de la culturología». Criterios, n.o 31, IV época., enero-junio, p. 223.

[8] Véase Llorenç Prats (2007). «El concepto de patrimonio cultural», en Cuadernos de Antropología Social, n.o 11, 2007, pp. 115-136. Según este autor, la cultura es una especie de reserva o «piscina» en la que yacen los bienes culturales susceptibles de ser patrimonializados. Al considerarlos patrimonio, se extraen, sacralizan y legitiman desde la formalización, institucionalización y jerarquización, por medio de una práctica hegemónica en la cual los grupos dominantes imponen cultura y valores a los grupos subalternos, con intervención de la violencia simbólica. Mientras unas prácticas y sus practicantes son reconocidos a tenor de determinados valores, otros son invisibilizados como parte de la organización socioclasista.

[9] García Yero (ob. cit.) destaca el impacto incuestionable de la política cultural desarrollada por el estado cubano a partir de 1959. Efectivamente, desde esa fecha, la investigación, estudio y preservación de la cultura popular tradicional ocupa un lugar innegable, lo cual se manifiesta, por ejemplo, en la fundación del Instituto de Etnología y Folklore, como dependencia de la Academia de Ciencias de Cuba.

[10] García Yero, ob. cit., pp. 196-197.

[11] Coca Izaguirre, Manuel (2010). «Acercamiento a las generalidades de la tumba francesa». Guantánamo. Hombre, Ciencia y Tecnología. Revista Científica del CITMA, n.o 56, pp. 1-6.

[12] Mestas, María del Carmen (2020). «Historia de la rumba». Comparative Cultural Studies: European and Latin American Perspectives n.o 9, pp. 143-149.

[13] García Yero, ob. cit., p. 199.

[14] Goodman, Walter (1986). Un Artista en Cuba. La Habana: Letras Cubanas; citado por Díaz, Rosalía (2011). «Santiago de Cuba. Memorias de su identidad cultural y sus tradiciones». Santiago, Vol. 124, n.o 1, enero-abril, pp. 95-121.

[15] Cada nación o región africana tenía sus cabildos y estos se denominaban según la comarca a la que pertenecían sus asociados (Cabildo Arará, Cabildo Carabalí, Cabildo Congo, Cabildo Suama, Cabildo Lucumí), quienes, por derecho, debían disfrutar de los beneficios de esas comunidades. Véase, para más información, el trabajo de Marcelino Arozarena (2005). «Los cabildos de nación ante el Registro de la Propiedad». Actas del Folklore (1961), impresas de nuevo por la Fundación Fernando Ortiz, pp. 83-99. La Habana: Fundación Fernando Ortiz.

[16] Pérez del Río, Hilda (2005). «El minuet de sala». Actas del Folklore (1961), impresas de nuevo por la Fundación Fernando Ortiz, pp.67-71. La Habana: Fundación Fernando Ortiz.

[17] Adglienis Guisao y Aleida Best, ob. cit.

[18] Failde (2009); citado por Guisao y Best, ob. cit., p. 7.

[19] Ejemplo de ello son el Casino Español y el Centro Gallego de La Habana, fundados el 11 de junio de 1869 y el 23 de noviembre de 1879, respectivamente.

[20] Véase Argüelles, Rita, y López, Roberto (2009). «El Billarista, un hito en la arquitectura doméstica de la región central». Islas, Vol. 51, n.o 161, julio-septiembre, pp. 55-66.

[21] Véase Zhang Díaz, Yuan (2009). Tratamiento turístico a las festividades tradicionales de la Región Central de Cuba. (Tesis de maestría) Santa Clara: Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas.

[22] Uneac-Cubarte (2008). Dictamen de la Comisión Cultura y Turismo. En http://www.foroscubarte.cult.cu

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