Edición Nro. 1 Año 2021,  Nota Aguda

El son en Sancti Spíritus hasta la década de 1930. Apuntes necesarios para una reconstrucción histórica del género

Yaisel Madrigal Valle

 

La música cubana constituye un riquísimo caudal de conocimientos y saberes que forman parte del patrimonio sonoro de la isla, dentro del cual uno de los más legítimos es el son. Los antecedentes del género se pueden ubicar en el siglo xix, con el auge de la música popular, paralelo al florecimiento y desarrollo de otras manifestaciones. Así surgirán nombres cuyas creaciones van a constituir parte indisoluble del repertorio sonero en Cuba.

En Sancti Spíritus el son va a alcanzar, igualmente, un amplio desarrollo a partir de la proliferación de formatos relacionados con sonoridades llegadas del Oriente y el Occidente del país, que se imbrican con las maneras propias de hacer música, según el repertorio entonativo y los marcadores estilísticos de la música popular tradicional cultivada en el territorio.

El siglo xix espirituano estuvo marcado por la proliferación de orquestas que interpretaban el repertorio de moda. Hacia la década del cuarenta, Pedro Valdivia, conocido también como Pedro Gálvez, funda una orquesta típica para animar fiestas, retretas y veladas familiares en la ciudad. El repertorio de esta y otras agrupaciones consistía fundamentalmente en fragmentos de óperas, valses, pasodobles, polkas, nocturnos, danzas y otros géneros importados desde Europa.[1]

Otros formatos instrumentales se disfrutaban en las fiestas patronales del Santiago Espirituano que por entonces acontecían en la villa. Entre ellos estaban las parrandas y bungas, apegadas a la tradición de antecedente africano o hispánico con géneros como la rumba, tango, guaracha, el punto acompañado con las décimas y redondillas, además del gustado son.[2]

Carlos Tejeda García (1989), músico y director fundador del septeto Son del Yayabo, manifiesta que «[El desarrollo de] la música popular espirituana tiene sus antecedentes hacia el siglo xix con los fandangos, actividad festiva de puro sabor popular donde estaba presente la música interpretada por un conjunto denominado parranda[3] y que tenía como principal instrumento la tumbadora».[4]

Variados son los géneros que caracterizan el entorno sonoro de Sancti Spíritus y Trinidad a fines del siglo xix e inicios del xx. De acuerdo con la historiografía musical local se pueden distinguir dos vertientes soneras, directamente relacionadas con su ubicación geográfica: el son trinitario y los sones trancados. Estos últimos, propios de la ciudad espirituana y también conocidos como sones capetillo, toman tal denominación por ser ejecutados a puertas cerradas. Su principal característica era la alternancia del tres y el coro con acompañamiento rítmico del bongó, la marímbula o botijuela y la clave. Carlos Tejeda aporta el rango de fecha de 1920 a 1930 como la etapa en la que el son capetillo alcanza una mayor divulgación entre los pobladores.[5]

Otra de las modalidades que tuvo un gran auge en Sancti Spíritus es el son guanche, definida por Tejeda García como: «especie de guaracha que se tocaba con el acompañamiento fundamental del acordeón […] bongó, clave, maracas y güiro, se tocaban y bailaban fundamentalmente los sábados y domingos en casas particulares cuando se hacían alumbrados o cuando se hacían cumpleaños familiares, nunca fue tocado ni cantado en las sociedades existentes».[6]

Danilo Orozco (2014), reconocido musicólogo cubano, se refiere a estos tipos de «sonsitos» que adquieren sus nombres precisamente por las denominaciones que los propios cultores (creadores, intérpretes e incluso ambos) hacen y que tienen mucho que ver con la funcionalidad que cumple ese tipo de música dentro de la praxis en cuestión: «se aplican nominaciones que en la práctica no pocas veces oscilan entre sonsitos, otros tipos derivados, formas de fiestar y hasta estilos, cual los casos de bungueo —deriva del pequeño formato denominado bunga y se aplica a un fiesteo específico de cierta zona y a un estilo de frasear y hacer contrastes sencillos—, rumbón (un fiesteo de zona), rumbitas (tipos denominados de autonomía variable, y a la vez estilo en giros, fraseos y en el pulso rítmico)».[7]

Durante las primeras décadas del siglo xx hasta aproximadamente el año 1934, la música popular espirituana experimentó un acentuado desarrollo con la creación de agrupaciones emblemáticas aún en el entorno sonoro de la ciudad. Juan de la Cruz Echemendía (1864-1935) junto a su coro La Yaya —sociedad inscrita en el registro del ayuntamiento de Sancti Spíritus en 1899— constituyen el punto de despegue a partir del cual se gestó un movimiento cultural y musical sin precedentes.

En esta peña de trovadores —como se le conoció popularmente a este fenómeno cultural—, sobresalieron figuras que años más tarde serán reconocidos por trascender las fronteras locales gracias a la calidad de sus composiciones. Entre ellos se puede nombrar a Rafael Rodríguez Muñoz (1910-1999), Alfredo Varona (1896-1971) y Miguel Companioni (1881-1965), además de Carlos Díaz de Villegas (Tata Villegas) (1886-1989), Antonio Basante, Alejandro Díaz (Macario), Juan Antonio Echemendía (1904-¿?), Homero Jiménez[8] (1915-¿?), Ignacio Díaz[9], Sigifredo Mora Palma (1911-1981) y otros.

Dentro de este ambiente trovadoresco, se destacó Juan Antonio Echemendía —hijo de Juan de la Cruz Echemendía—, quien se desempeñó como trovador y director de sextetos. Durante los años veinte compuso varios sones, entre los que sobresalen Una tarde de mayo, La vida es falsedad, Cacique de amor y Paloma mía. Y es que según Rodríguez Valle: «Las peñas y las serenatas son el escenario por excelencia para las interpretaciones de canciones, con diferentes rítmicas y métricas: la criolla, habanera, guajira, el son, la clave y la rumba espirituana».[10]

La década que inicia en 1920 experimentó una transformación en el formato de las agrupaciones que se dedicaban al cultivo de la música popular bailable. En este momento el género alcanza una etapa de pleno desarrollo con la proliferación de cuartetos, estudiantinas, sextetos, septetos y otras combinaciones que sientan un precedente e influirán en la sonoridad del son tal como lo conocemos hoy. No hay que obviar que es en este instante cuando se fijan patrones interpretativos imprescindibles y marcadores estilísticos gracias a las grabaciones discográficas. Así, el formato instrumental, los modos de cantar, de ejecutar el tres, la trompeta o el establecimiento del bongó como entidad rítmica con un marcado estilo oratorio-parlante propio de los tocadores de tambores batá, iyesá, yuka o del conjunto biankomeko de los abakuá, constituyen ingredientes esencialmente soneros que fueron traspolados también al ámbito musical yayabero.

A pesar de que la influencia bantú en el son cubano fue un rasgo más que evidente desde elementos organológicos, rítmico-acentuales o en la alternancia solo-coro, por ejemplo, lo anterior se manifiesta más en esta zona de la región central del país por el fuerte asentamiento afrocubano que tuvo lugar en Trinidad y Sancti Spíritus. Con la creación del Cabildo de los Congos Reales de Trinidad, San Antonio de Padua, se garantizó la conservación de los diversos cantos y bailes, además de las festividades que estaban relacionadas con ese santo patrón. En este contexto se ejecutaban los tambores kalunga y el kinfuiti, consagrados a la deidad.

Otro punto de contacto con el antecedente africano en tierras yayaberas se halla en los coros de claves, conjunto integrado por algunos descendientes de esas lejanas tierras. En este caso específico se emplea el tambor de cuñas parietales, claro contacto con raíces étnicas afrocubanas de antecedente carabalí. Tal influjo también se aprecia en los tambores de tonadas trinitarias, presentes en la cultura musical local desde la segunda mitad del siglo xix. Estos tambores, destinados a las tonadas trinitarias, fueron utilizados en las claves —de antecedente hispánico y en otros géneros o modalidades musicales como la rumba managua, toques de tahona, bembé y el son corrido, entre otros.[11] Precisamente sobre el empleo de estos instrumentos de percusión en el incipiente formato instrumental sonero en Sancti Spíritus, comenta Rodríguez Valle: «el tambor de cuña a manera de bongó, ya sujetos por una soga para montarlos sobre una pierna o unidos para ser ejecutados entre las dos piernas; el “instrumento típico trinitario”, fabricado de cuje, antecesor del contrabajo y la tumbadera, instrumentos monocorde, todos ellos van a constituir inseparables acompañantes de la interpretación del son montuno en la provincia espirituana».[12]

El son alcanzó un auge inusitado hacia la década de los años veinte con la proliferación de agrupaciones en toda la geografía cubana. La popularidad de sextetos como el Occidente, Boloña —con los trovadores Manuel Corona, Graciano Gómez y la voz excepcional de Abelardo Barroso—, Munamar, Juguaní, Matancero, la Estudiantina Oriental, el Grupo Típico Oriental y la Estudiantina Sonora Matancera, además de las grabaciones del Sexteto Habanero, en 1925, consumaron al son como un género disfrutado por las multitudes.

La ciudad recibe visitas de agrupaciones procedentes de La Habana y Oriente, lo que motiva el cultivo de la música sonera y, en consecuencia, la creación de los sextetos Café-aspirina, Aurora, Sport, Hermanos Gil, Los Juveniles, San Carlos, Jóvenes del 38, entre otros, cuyo quehacer musical ha quedado borrado de la memoria sonora de la villa.

¿Fue el fatalismo geográfico? Quizá, pero lo cierto es que ninguna de las agrupaciones del patio apareció en placas fonográficas hasta muchos años más tarde, de ahí, el silencio imperante en las manifestaciones artísticas que definen la identidad cultural de la ciudad, algo que no sucedió con conjuntos soneros de otras zonas del país.

La historiografía musical en el territorio registra la creación del septeto Machado (1924) en el seno de la sociedad El Progreso —situada en la esquina de Honorato e Independencia—, agrupación de efímera trayectoria que sirvió de apoyo a la campaña presidencial que, por aquel entonces, llevaba a cabo Gerardo Machado. Sin embargo, no es hasta el 10 de junio de 1926 cuando emerge el más emblemático exponente del son en tierras yayaberas: el Septeto Espirituano, agrupación representativa de la cultura musical de la provincia.

Estuvo integrado, en una primera etapa, por Valeriano García (guitarra), Pedro Rojas (tres), Segundo Rodríguez (maracas), Carlos Ramírez (bongó), Felipe Valle (cantante solista), Leopoldo Campos (cantante y claves) y Héctor Borges, el Chino Pentón (marímbula). En entrevista concedida a Luis Rey Yero,[13] Campos y el Chino Pentón aseguran que los futuros integrantes del septeto formaban parte del coro de claves de Santana, liderado por el trovador espirituano Miguel Companioni (1881-1965). Precisamente, estas formaciones vocal-instrumentales constituyen un nexo fundamental entre los protagonistas de lo que se conoce como trova tradicional espirituana y cuya participación en el desarrollo de la música popular espirituana fue crucial.

Los protagonistas rememoran los rechazos y vicisitudes que sufrieron por las principales sociedades existentes en la villa en aquel entonces: El Progreso, La Colonia Española, Liceo y el Yayabo Tennis Club. ¿Qué se escondía tras esta rotunda negativa? Esta época de mayor auge sonero estuvo signada por el rechazo a una música que, según las capas elitistas, era tachada de «arrabalera», de manifestación cultural que «atentaba contra el pudor e integridad de las personas».

En una nota de prensa publicada por el diario local El Fénix (15 de junio de 1938, p. 1) se puede leer: «Procuren los músicos espirituanos simultanear sus protestas con sus estudios; ufánense en el perfeccionamiento y la superación; destierren el maldito son, abominen de la endiablada rumba y estén seguros de que nadie osará desplazarlos en su propio terruño».

Si bien la bibliografía consultada sugiere, efectivamente, la aceptación del son entre las capas pudientes de la sociedad, en este artículo publicado en 1938 se aprecia que quizá al interior del país el género aún era percibido como un engendro diabólico, una manifestación popular que era vetada abiertamente por los círculos de poder de la sociedad burguesa espirituana. A la temática se refiere también el investigador Rodríguez Valle: «A partir de la popularización de los sextetos y septetos de sones de Oriente a La Habana, y la visita de algunas de estas agrupaciones a la ciudad del Yayabo, se inicia la formación de grupos soneros en Sancti Spíritus, a medida también de la autorización de este baile en las sociedades —por el empuje popular— y que hasta el momento lo consideraban “inmoral”. ¡Qué seudorrepública aquella!».[14]

A pesar de las repetidas campañas de rechazo a la manifestación sonera, sobre todo a través de la prensa escrita, en Sancti Spíritus se crean gran cantidad de sextetos, todo ello motivado por la popularidad que alcanza el formato. Pero, fue el doctor Mario García Madrigal quien abrió las puertas de su casona para ofrecer un baile público con música sonera: el primero que se conoce en tierras espirituanas.

Según cuentan los historiadores de la época, ya este respetable doctor había disfrutado de las actuaciones de septetos como el Habanero y el Nacional, de Ignacio Piñeiro, durante su estancia en la capital, de ahí su rotunda aceptación a esta manifestación popular e identitaria de nuestra cultura musical. «Su aprobación fue suficiente para que gran cantidad de público, un tanto curioso, asistiera al amplio salón de su casona» donde el recién fundado septeto deleitaba los oídos de los asistentes.[15]

Juan Eduardo Bernal Echemendía aporta otro dato de interés que enriquece lo que hasta el momento se conoce acerca del desarrollo sonero: «Simultáneamente [a la presentación del septeto Espirituano] en Tuinucú, a menos de ocho kilómetros de Sancti Spíritus, en los fueros de un batey azucarero de elevada dinámica social, se integró el Septeto de Gil Bernal. Con el tiempo, algunos de sus músicos, integraron el Septeto de Valeriano García, o Septeto Espirituano».[16]

La presencia del son en la música cubana significó una etapa de decadencia para el bolero y la canción. Por tal motivo, trovadores y cultores e intérpretes de los coros de claves se integraron a formatos soneros o fundaron sus propias agrupaciones, en busca de mejoras salariales y mayores posibilidades laborales que paliaran la precaria situación económica que sufrían los músicos de entonces. Al respecto, el trovador Rafael Rodríguez Muñoz manifiesta cómo compartió con Rafael Gómez Mayea, Teofilito, en agrupaciones de un amplio universo musical: «Tuve relaciones más directas con Teofilito cuando ambos integramos la orquesta Clave de Oro [de Fausto Venegas, en 1936], que se caracterizaba por desdoblarse en Septeto. Esa agrupación interpretaba fundamentalmente sones y danzones. Yo era el cantante y Teofilito hacía de flautista, aunque con el septeto tocaba guitarra».[17]

La crisis económica mundial de 1929 y la dictadura de Gerardo Machado, sumieron al pueblo en una total miseria. Hay una violenta contracción de las expresiones culturales populares. Paulatinamente se extingue la tradición coral en Sancti Spíritus y la celebración del Santiago espirituano, exponentes más genuinos de la cultura musical en la localidad. Este hecho tendría una repercusión negativa; no obstante, el ambiente de los coros de claves permaneció en ciernes en la música popular de Sancti Spíritus, lo que posibilitó que en la década del treinta experimentaran un auge, interrumpido nuevamente por la crisis estructural de la economía de Cuba. Desde ese momento comienza el declive de los encuentros corales entre los diferentes barrios y, con ello, el cese de las competencias que tanto habían alegrado el fin de año a los pobladores.

Lógicamente, como parte de la búsqueda incesante de empleo y paralelo al desarrollo del movimiento sonero, durante los años 1920 y 1930 en Sancti Spíritus proliferan los tríos de estilo trovadoresco, cuestión a la que se refiere Armando Legón Toledo en su artículo titulado «Sancti Spíritus: tierra de tríos», donde reconoce ambos decenios como los de mayor auge de este formato en el ambiente musical. De entre todo el movimiento de tríos se destacó el formado, hacia los años veinte, por Macario, Joseíto Morales y Rafael Gómez Mayea, Teofilito, que contaba con la popularidad del público.[18]

Entre 1931 y 1933 Rafael Rodríguez Muñoz apunta la existencia de tríos a los que estaba estrechamente vinculado: el integrado por Juan Manuel Puig y Alfredo Varona, además del formado por José María Pentón y Jorge Espinosa.

Dentro de todo este contexto donde ruptura y continuidad de tradiciones se dan la mano, resurge el septeto Espirituano con nuevos miembros y dirección del Chino Pentón, quien, con su experiencia, llevó a buen puerto al colectivo de músicos: Alejandro Echemendía (bajo), Alfonso Hernández (guitarra), Dionisio Jiménez (maracas), Carlos Oria (tres), Alberto López (bongó) y Mauro Rodríguez (claves y cantante). Más adelante —según Bernal Echemendía— «se incorporarían los hermanos Juan, Gabino y Fermín Bernal, cantante, bongosero y tresero, respectivamente, quienes a su vez fueron hijos de Gil Bernal, fundador de aquel septeto surgido en el batey del central Tuinucú».[19]

A partir del desarrollo del son en Sancti Spíritus, proliferan compositores que legaron su impronta creativa al repertorio de las agrupaciones dedicadas al cultivo de este género de la música popular bailable. Nombres como los mencionados en el transcurso de este artículo han marcado el patrimonio sonoro de la villa espirituana.

Hablar de música en Sancti Spíritus, del son yayabero y del septeto Espirituano —como síntesis de toda una época que nos precede— es referirse a parte de la historia musical de una ciudad que se encuentra detenida en el tiempo. El fuerte componente identitario que se palpa en cada acorde, en cada letra y en cada cuerda o sonido es testigo del largo proceso por el que atravesó la música, desembocando, inevitablemente, en marcadores estilísticos concretos que caracterizan al ámbito interpretativo del son en esta región central del país.

[1] Rodríguez Valle, J. E. (1992). «Saga de la música espirituana». Suplemento Cultural Vitrales(VII), pp. 28-31. Sancti Spíritus: Escambray Ed.

[2] Ídem.

[3] El formato de la parranda estaba conformado por «una tumbandera con acompañamiento de tambor solamente; pero otras, cuando era de todo lujo, tenían una guitarra, un tiple, una bandurria, un triángulo o un machete, un tambor de cuña y una botijuela o un fotuto, con acompañamiento de cantos, en que usaban generalmente la redondilla o la décima, muchas veces improvisada, cuando entre los concurrentes había algún versador [poeta que improvisa en versos] y si había más de uno se ponían en porfía a ver cuál agotaba primero su vena poética» (Rodríguez Valle, s. f. «La música y el baile tradicional espirituano en el siglo xix», p. 5).

[4] Tejeda García, C. (1989). Antecedentes del son antiguo en Sancti Spíritus [Proyecto de grado]. Sancti Spíritus: Inédito, p. 15.

[5] Ídem.

[6] Ídem.

[7] Orozco, D. (2014). «Nexos globales desde la música cubana con rejuegos de Son y No son». Boletín Música, n.o 38, pp. 17-94 (p. 25).

[8] Homero Jiménez comienza como trovador en Sancti Spíritus, su ciudad natal, bajo la guía de Alfredo Varona. Además de guitarrista fue cantante y compositor. Entre 1944 y 1946 forma parte del Trío Camagüey y del Conjunto Niágara. En México integra la agrupación Los diablos del Trópico. Es autor de piezas como Cariño de madre y Quejido de un trovador (sones), Que no se acabe el bongó (guaracha), entre otras (Roberto García. Sección La música en Sancti Spíritus, en El Fénix del Yayabo; y Gaspar Marrero, 2007. Presencia espirituana en la fonografía musical cubana, vol. I, pp. 24-32).

[9] Autor de sones que forman parte del repertorio del septeto Espirituano: Yo no te puedo olvidar, El negrito tamalero y Loco frenesí.

[10] Rodríguez Valle, J. E. (1988). «Un bolero para todos». Vitrales, suplemento cultural del periódico Escambray, n.o 17, p. 6.

 

[11] Colectivo de Autores (2013). Colecciones de instrumentos musicales (Catálogo) Tomo I. Instrumentos Cubanos. La Habana: Ediciones Museo de la Música.

[12] Rodríguez Valle, J. E. (1983). «El septeto espirituano y el son yayabero». Escambray, pág. 2.

[13] Rey Yero, Luis (1984). «Medio siglo de existencia del Septeto Espirituano». Escambray, 16 de septiembre, p. 4. Entrevista con dos de los fundadores del primer septeto Espirituano: Héctor Borges, El Chino Pentón y Leopoldo Campos.

[14] Rodríguez Valle (1983). Ob. cit, p. 2.

[15] Rey Yero, ob. cit.

[16] Bernal Echemendía, J. E. (2016). «Noventa años del septeto espirituano». Recuperado el 29 de junio de 2021, de Cubarte: http://www.cubarte.cult.cu/periodico-cubarte/noventa-anos-del-septeto-espirituano/

[17] Rey Yero, L. (1989). «Usted no mide bien ni con un agrimensor». Escambray, 18 de abril, p. 2.

[18] También se destacan por estos años los tríos integrados por José Valdivia, Luis Faría y Segismundo Acosta, acompañados por Alfredo Varona; por Valentín Lahera, José María Pentón e Ignacio Díaz; y por Ismael Ramos, Álvaro Álvarez y Alejandro Díaz, Macario (Armando Legón Toledo: «Sancti Spíritus: tierra de tríos», en periódico Escambray, p. 2. Véase además Juan Eduardo Bernal Echemendía: Diccionario de la trova espirituana, p. 122)

[19] Bernal Echemendía, ob. cit.

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